En
Matsuyama, lugar remoto de la provincia japonesa de Echigo, vivía un matrimonio
de jóvenes campesinos que tenían como centro y alegría de sus vidas a su
pequeña hija.
Un día el
marido tuvo que viajar a la capital para resolver unos asuntos. Ante el temor
de su mujer por viaje tan largo y a un mundo tan desconocido, la consoló con la
promesa de regresar lo antes posible y de traerle, a ella y a su hijita,
hermosos regalos.
Después de
una larga temporada, que a la esposa se le hizo eterna, vio por fin a su esposo
de vuelta a casa y pudo oír de sus labios lo que le había sucedido y las cosas
extraordinarias que había visto, mientras que la niña jugaba feliz con los
juguetes que su padre le había comprado.
-Para ti - le
dijo el marido a su mujer- te he traído un regalo muy extraño que sé que te va
a sorprender. Míralo y dime qué ves dentro.
Era un
objeto redondo, blanco por un lado, con adornos de pájaros y flores, y por el otro muy brillante y terso. Al mirarlo,
la mujer, que nunca había visto un espejo, quedó fascinada y sorprendida al
contemplar a una joven y alegre muchacha a la que no conocía. El marido se echó
a reír al ver la cara de sorpresa de su esposa.
-¿Qué ves?
-le preguntó con guasa.
-Veo a una
hermosa joven que me mira y mueve los labios como si quisiera hablarme.
-Querida -le
dijo el marido-, lo que ves es tu propia cara reflejada en esa lámina de
cristal. Se llama espejo y en la ciudad es un objeto muy corriente.
La mujer
quedó encantada con aquel maravilloso regalo; lo guardó con sumo cuidado en una
cajita y sólo, de vez en cuando, lo sacaba para contemplarse.
Pasaba el
tiempo y aquella familia vivía cada día más feliz. La niña se había convertido
en una linda muchacha, buena y cariñosa, que cada vez se parecía más a su
madre; pero ella nunca le enseñó ni le habló del espejo para que no se
vanagloriase de su propia hermosura. De esta manera, hasta el padre se olvidó
de aquel espejo tan bien guardado y escondido.
Un día, la
madre enfermó y a pesar de los cuidados de padre e hija, fue empeorando, de
manera que ella misma comprendió que la muerte se le acercaba. Entonces, llamó
a su hija, le pidió que le trajera la caja en donde guardaba el espejo, y le
dijo:
-Hija mía,
sé que pronto voy a morir, pero no te entristezcas. Cuando ya no esté con
ustedes, prométeme que mirarás en este espejo todos los días. Me verás en él y
te darás cuenta de que, aunque desde muy lejos, siempre estaré velando por ti.
Al morir la
madre, la muchacha abrió la caja del espejo y cada día, como se lo había
prometido, lo miraba y en él veía la cara de su madre, tan hermosa y sonriente
como antes de la enfermedad.
Con ella
hablaba y a ella le confiaba sus penas y sus alegrías; y aunque su madre no le
decía ni una palabra, siempre le parecía que estaba cercana, atenta y
comprensiva.
Un día el
padre la vio delante del espejo, como si conversara con él. Y ante su sorpresa,
la muchacha contestó:
-Padre,
todos los días miro en este espejo y veo a mi querida madre y hablo con ella.
Y le contó
el regalo y el ruego que su madre la había hecho antes de morir, lo que ella no
había dejado de cumplir ni un solo día.
El padre
quedó tan impresionado y emocionado que nunca se atrevió a decirle que lo que
contemplaba todos los días en el espejo era ella misma y que, tal vez por la
fuerza del amor, se había convertido en la fiel imagen del hermoso rostro de su
madre.
Anónimo
Japonés
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