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viernes, 13 de marzo de 2015

No emitir juicicos



Hay una historia que cuenta que en una aldea había un anciano muy pobre, pero hasta los reyes le envidiaban porque poseía un hermoso caballo blanco.

Los reyes le ofrecieron cantidades fabulosas por el caballo pero el hombre decía: “Para mí él no es un caballo; es una persona. ¿Y cómo se puede vender a una persona, a un amigo?” Era un hombre pobre, pero nunca vendió a su caballo. Una mañana descubrió que el caballo ya no estaba en el establo. Todo el pueblo se reunió diciendo: “Viejo tonto. Sabíamos que algún día te robarían el caballo. Hubiera sido mejor que lo vendieras. ¡Qué desgracia!”

“No vayamos tan lejos”, dijo el anciano. “Simplemente digamos que el caballo no está en el establo. Éste es el hecho. Todo lo demás es vuestro juicio. Si es una desgracia o una suerte yo no lo sé, porque esto es apenas un fragmento. ¿Quién sabe lo que va a suceder mañana?”

La gente se rió de él. Siempre habían creído que el anciano estaba un poco loco. Pero después de 15 días, una noche el caballo regresó. No había sido robado sino que se había escapado. Y no sólo eso, sino que trajo consigo una docena de caballos salvajes. De nuevo se reunió la gente diciendo: “Tenías razón, viejo. No fue una desgracia sino una verdadera suerte”.

“De nuevo estáis yendo demasiado lejos”, dijo el anciano. “Decid sólo que el caballo ha vuelto.
¿Quién sabe si es una suerte o no? Es sólo un fragmento. Estáis leyendo apenas una palabra en una oración. ¿Cómo podéis juzgar el libro entero?”

Esta vez la gente no pudo decir nada más, pero por dentro sabían que él estaba equivocado.
Habían llegado doce caballos hermosos. El viejo tenía un hijo que comenzó a entrenar a los caballos. Una semana más tarde se cayó de un caballo y se rompió las dos piernas. La gente volvió a reunirse y a juzgar. “De nuevo tuviste razón”, dijeron. Era una desgracia. Tu único hijo ha perdido el uso de sus piernas y, a tu edad, él era tu único sostén. Ahora estás más pobre que nunca”.

“Estáis obsesionados con juzgar”, dijo el anciano. “No vayáis tan lejos. Sólo decid que mi hijo se ha roto las dos piernas. Nadie sabe si es una desgracia o una fortuna. La vida viene en fragmentos, y nunca se nos da más que esto”.

Sucedió que, pocas semanas después, el país entró en guerra y todos los jóvenes del pueblo fueron llevados al ejército. Sólo se salvó el hijo del anciano porque estaba lisiado. El pueblo entero lloraba y se quejaba porque era una guerra perdida de antemano y sabían que la mayoría de los jóvenes no volverían.

“Tenías razón viejo. Era una fortuna. Aunque tullido, tu hijo aún está contigo. Los nuestros se han ido para siempre”. “Seguís juzgando”, dijo el viejo. Nadie sabe. Sólo decid que vuestros hijos han sido obligados a unirse al ejército y que mi hijo no ha sido obligado. Sólo Dios sabe si es una desgracia o una suerte que así suceda”.


En cuanto formamos una opinión o un juicio, nos estancamos; nos esclavizamos. Nada es lo que realmente parece. El intelecto no puede saber. Sólo Dios sabe.