Fue el primero de agosto. Las golondrinas del mar salieron desde algún punto a pocos grados del polo norte. Cruzando dos hemisferios llegarían a la mismísima Antártida. Pero tal vez eso no asombre tanto como el regreso.
Partirán desde los hielos permanentes. Deberán volar 17 mil kilómetros con la sola fortaleza de sus propias alas. Deberán hacerlo de día y de noche. En muchos casos durante 3 mil kilómetros de vuelo, todo el horizonte a su alrededor será sólo el mar.
Sin embargo todo lo harán para llegar al mismo punto exacto donde el año anterior dejaron su nido. Y volarán por sobre las olas que podrían hacer naufragar a muchas embarcaciones, sortearán tormentas a la que el más moderno de los aviones no se atrevería, dejarán atrás heladas zonas capaces de hacer fracasar a las expediciones equipadas con la mayor tecnología.
No se dejarán tentar por costas tropicales o meridionales... su destino está en el norte... y más tarde o más temprano allí llegarán. Exactamente al objetivo que se habían propuesto.
Si la humilde golondrina del mar puede realizar todos estos esfuerzos por lograr su objetivo, ¿no lo lograremos nosotros? Tenemos las alas de nuestras almas para impulsarnos lo que haga falta.
Tendremos que sacar de nuestro interior la fortaleza para no cejar en nuestro intento ni de noche ni de día.
No deberemos dejarnos tentar por descender a las costas fáciles.
Tampoco creer que nuestros vuelos estarán exentos de tormentas o tempestades.
Pero nuestro llamado hacia el objetivo propuesto debe ser más fuerte.
Aunque durante jornadas enteras hacía todos los lados veamos sólo olas encrespadas queriéndonos confundir, sabemos que llegaremos.
La humilde golondrina llegó. ¡Tú también lo harás!
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